La literatura erótica desnuda de caricias a una mujer o a un hombre en soledad e impulsa los anhelos del alma que sueña con ser amada (a cuentagotas o hasta la embriaguez); nadie trasciende los límites de su piel.
Hombres y mujeres han iniciado una guerra inmejorable llamada sexo: Ejercicio de placer que abarca pensamientos, desemboca estallidos y se precipita en avalanchas urgentes de agonía.
Los amorosos mueren a continua pasión y desencanto, ilusionan sus ambiciones con afecto y se marean en los perfumes del romanticismo visceral… hasta que prueban el sexo; pues su placer se elonga hasta saciar pasiones, eternamente insatisfechas. Por su parte, el soñador solitario, sometido al pudor de un estigma coercitivo, refugia su idealismo en la excentricidad de sus pensamientos.
Mentes perversas o almas de castidad, son presas ineludibles del erotismo: pues cuando se escribe de sexo, casi siempre un “no sé qué” nos hace regresar la hoja en ipso facto, como deseando proyectar nuestra transitoriedad en la inmortalidad del sexo; a veces por mero morbo, a veces por embeleso lírico, y a veces con total lascivia.
Las primeras representaciones del sexo como una actividad carnalmente divina, asocia a muchas culturas bajo el marco de un origen y destino común: el deseo y el placer.
Desde los tiempos del Génesis, escrudiñamos términos interesantes como lo es el onanismo. Onán era el segundo y único hijo de Juda, pues el primogénito falleció, dejando la labor a Onán de cumplir la Ley del Levirato, que imponía continuar el matrimonio con la viuda de su hermano. Cuando Onán fornicaba o se masturbaba en presencia de la que fue su cuñada, procuraba eyacular en la tierra para evitar embarazarla: siendo de los primeros ejemplos históricos del coitus interruptus.
En el mundo helénico, por ejemplo, coge más fuerza la exaltación del cuerpo como símbolo que como herramienta: desde que Eros contrapone a Psique, hasta que Paris rapta a Helena, podemos entrever los medios que persiguen ese fin. Mitología aparte de simbólica, fálica: Príapo y su curiosa condición de erección post mortem.
Más pragmática que fantasiosa, la literatura erótica hinduista pretende exponer al cuerpo como una fuente de placeres en constante crecimiento. Entre el siglo III y IV d.C., Vatsyayana escribió en sánscrito el Kamashastra o Kamasutra, y casi 20 siglos después, no hemos podido desligarnos del todo de esa concepción ancestral del sexo como fin último del placer.
Dieciocho siglos esperaron el surgimiento del pensador más enfermo, crudo y escabroso en torno al cuerpo y su alcance, Donatien Alphonse François de Sade. Nació en la Francia de un Luis XV con tendencias sexuales muy libertinas. Con una dama de compañía como madre, el Marquis de Sade era consciente de su condición jerárquica social, y es por eso que encaminó sus deseos más perversos hacia la vulnerable sociedad servil, dejando obras de altísima controversia e indudable majestuosidad.
Transcurrieron más de dos siglos, para que una mujer reflejara en sus obras una parafilia de recelo como lo es el voyerismo. Anaïs Nin, en su novela Delta de Venus, muestra la vida parisina sometida a los placeres y filias.
De las letras a la realidad, Nin vivía el periodo de entreguerras con su esposo Hug Guiler cuando el novelista estadounidense Henry Miller llegó en condiciones de precariedad a la urbe parisina. La joven Nin lo acogió secretamente y se dejó seducir. Posteriormente, el segundo matrimonio de Miller, June Mansfield, visitó a la bien sabida adúltera pareja, para formar un triángulo amoroso por un breve periodo de tiempo.
En la contemporaneidad, el erotismo literario sigue más latente que nunca y es mejor visto que antes. Los estigmas y represiones acabaron por sucumbir ante el erotismo dócil del cuerpo. En los tiempos imperantes, donde las pasiones más carnales se venden al mayoreo, los amorosos pasionales necesitarán sentir el alma igual de satisfecha…