El día en que la noche vale lo mismo, se escucha un siseo imperioso, descendiendo por las escalinatas de Chichén Itzá. Consumiendo el fulgor cenital del atardecer, se alinean los astros al vuelo protagónico de la serpiente emplumada. El sol cincela la aureola de la luna, mientras el dios en metamorfosis se vuelve humano. Esta procesión astronómica representa ante los ojos del siempre paciente pueblo de México, el retorno a la tierra del dios Quetzalcóatl/Kukulkán.
Pero… ¿De dónde nace la necesidad de un héroe?
Desde siempre el ser humano ha buscado conformar su identidad mediante un sentido de pertenencia y trascendencia. El pensamiento se desarrolla a la par de la ilusión, agrupando las esencias para superar sus propias expectativas. Subsanado el mundo de realidad, el tiempo prevalece dispuesto a crear y construir la imagen del hombre más completo: con aspiraciones y devociones fantásticas.
Unidos por una cosmogonía de fe e ilusión, los humanos crean una versión intangible del hombre y sus alcances. Las representaciones varían, sin embargo, la tradición de las leyendas perdura y rige toda la ideología de un pueblo.
En el México prehispánico, existía una diversidad de deidades asociados a los elementos esenciales de la vida. Pero es Quetzalcóatl, en especial, quien ha dado más de qué hablar.
Ometeótl, era un dios dual que representaba al hombre y a la mujer en una especie de ying-yang; pues fungía como padre y madre es responsable de la creación del universo. Cuando lograba regir de forma tangible a una de sus creaciones, adquiría el nombre Tonacatecuhtli; y según narra el Códice Telleriano-Remensis, el 13 de mayo del año 895 de nuestra era, la pareja mitológica concibió mediante la gestación de una esquirla de jade a Quetzalcóatl. Quien nació a la deriva y fue rescatado por un humilde pescador, labrando en solitario su destino y peleando siempre por vindicar las influencias oscuras de sus hermanos Tezcatlipoca, Huitzilopochtli y Xipe Totec.
El Quetzalcóatl hombre, fue considerado el gobernador más sabio del pueblo tolteca; sin embargo, el venerable se embriagó tanto con la bebida de los dioses, octli, que estuvo a punto de caer en las tentaciones de la carne al importunar a una mujer. Al día siguiente decidió abandonar a su amado pueblo con la mera intención de redimirse por sus actos.
Así fue que Quetzalcóatl transformado por el destino en hombre y dios, héroe y villano, decidió partir mar adentro en su balsa acali hacia el Oriente, donde el agua se incinera por el sol. No sin antes prometer que su regreso sería un suceso cósmico solamente comparable con el de Tloque Nahuaque, aquel que dicta el eterno comienzo y el fin.
Moctezuma II, fue fiel devoto a las promesas de Quetzalcóatl, al punto en que abandonó todo raciocinio propio de un gobernador y confundió la llegada del continente invasor, con el regreso del hombre convertido Dios.
Pero, en esta era de macro globalización y retorno de saberes ancestrales ¿por qué ha de importarnos quién era Quetzalcóatl?
Definitivamente saber quién era el Dios más prominente para nuestros ancestros, no nos hará adoptar un atavío teológico que rija a rajatabla nuestra conducta o que sancione punitivamente nuestros pueriles defectos -como si lo han hecho las religiones colonialistas-; muy al contrario, nos servirá como sociedad para despertar la consciencia colectiva que yace dormida en las raíces de nuestra tierra, gracias al legado cultural irremplazable que aquí anida.
Inscrito en la esperanza de todo un pueblo, somos el conglomerado de tradición y lucha. Esa que sigue clamando con fiereza al canto del quetzal. Aquella que perdura con astucia en los colmillos de la serpiente emplumada que sigue blandiendo sus alas con orgullo y grita a los cuatro vientos, entre el cielo y el suelo : ¡MI PUEBLO ES MI HÉROE!