Un género es aquel que compila una serie de características en torno a un interés específico y logra reunir una audiencia simpatizante. La lucha por la diversidad de género no es una cosa de hoy, pues remonta sus primeras manifestaciones en obras literarias de gran valor. El problema para con el género, se presenta cuando por el afán de querer categorizar los intereses de algún sector, se acaba dilapidando la libertad de creación y la expresión se reduce hasta enfrascarse en sí misma. Es por eso que la labor mayúscula de la vanguardia, consiste en orillar a las rupturas epistemológicas del género y a pulverizar los estigmas prevalecidos en determinada época.
Muy selectos son los transgresores que, por medio de la escritura, han logrado conjuntar un trabajo fino y desafiante entre fusión y fisión de dos o más géneros. El representante más remoto de esta tendencia a crear alquimia disonante, fue el poeta latino Lucrecio, con su obra de ciencia y poesía, De Rerum Natura. La obra exalta de manera preciosa y precisa, la concepción que los filósofos atomistas defienden incesantemente: que la conjunción del todo se sustenta en la fusión atómica de los elementos creadores. Sin duda, el hacer una obra literaria que pudiera embelesar al verso y al mismo tiempo, lograra ponderar una actitud científica, puso de nervios a los bibliotecólogos conservadores.
El Marqués de Sade, por ejemplo, creció en una atmósfera conservadora de inamovibles estigmas en torno a la controversia, como el sexo y el rol de género. Pues mientras las refinadas esposas parisinas llevan a cabo las labores domésticas, los nuevos burgueses traen el sustento de manera periódica y permanente. Claro está que, siguiendo estándares de normatividad de género, el Marqués de Sade probablemente jamás hubiera logrado la proyección que su obra sembró. Paradigmático y muy criticado, Donatien Alphonse François de Sade, logró influir en el pensar de la sociedad, transitando del erotismo al anarquismo y es a partir de aquí, que nace una corriente sin precedentes ni estigmas.
Comandados por el legado de Baudelaire (que, a su vez, fue gran admirador de la narrativa gótica de Edgar Allan Poe), se puede asumir que Paul Verlaine fue el encargado junto con su ensayo Los Poetas Malditos, de introducir al mundo decimonónico, la nueva literatura transgresora: el simbolismo francés.
De este modo, a finales del siglo XIX, la literatura universal tendió su mirada al movimiento declarado enemigo de la enseñanza.
La corriente del malditismo criticaba a la sociedad francesa por no estar lista para consumir la obra de los autores en penumbras; por lo tanto, Verlaine fungió como gestor de nuevos y controversiales talentos. Tal es el caso de los autores Tristan Corbière, Stéphane Mallarmé y el más reconocido, el autor de Una Temporada En El Infierno, Arthur Rimbaud: quien inspiró su obra en la trágica escena que vivió con su “amante maldito”, después de haber sentenciado su relación enfermiza con el disparo de un revólver cargado con dos balas de 9mm.
Cabe mencionar, que hay un abismal contraste entre la liberación y la exaltación del ideal: pues, por ejemplo, el magno autor del Retrato de Dorian Grey y El fantasma de Canterville, Oscar Wilde, creció con una sociedad de transición lenta para con los estigmas. Es por eso que el padre de su pareja Alfred Douglas, le enjuició de sodomía en 1895: momento en el que el irlandés alcanzó un empoderamiento desmesurado gracias a su incesante espíritu bohemio.
Las revoluciones más poderosas y permanentes, suceden por el arma letal del alma inmortal: la pluma. Sin duda alguna, todos somos transgresores de una realidad agonizante, y el debate no se cierne en cuanto a la radicalidad de nuestras acciones, sino en la ambición de nuestros pensamientos y en el hambre de nuestra alma. Es por medio de las letras, que hemos desafiado las cláusulas aparentemente inamovibles del mundo y lo seguiremos haciendo: pues mientras haya tinta, habrá fuego.