La fermentación de la maldad humana, deviene de una larga irrigación para con la hostilidad del entorno. La fatalidad de la perversidad conoce su cénit al trastocar los fondos del sentimiento humano: El corazón ennegrecido se torna rancio; el tormentoso vacío, acaecido, arranca lazos; y la depravación de la empatía… hecha pedazos.
En la literatura, el terror siempre ha dado de que hablar; desde las fábulas góticas más construidas, – como El Moderno Prometeo de la íntima amiga de Lord Byron, Mary B. Shelley – hasta los relatos más verídicos y aterradores de la era moderna. El Conde Drácula de Bram Stoker, es sin duda alguna, la obra predilecta del terror. La esencia mística que construye el personaje, dota de autenticidad y magnificencia a la obra epistolar.
Custodiada por los montes Cárpatos, la región de Transilvania en Rumania, vio gestarse a mediados del siglo XV, al defensor más perverso del cristianismo (y vaya que ese título tirita entre muchos otros seres repudiables). Fue Vlad Tepes, el príncipe III de Valaquia, quien pasó a la historia como uno de los personajes más oscuros del terror; gracias a su odio gestado en contra de los otomanos.
Hijo de Vlad II, miembro de la Orden del Dragón, el pequeño Vlad y su hermano Radu, pasaron su infancia secuestrados en un castillo otomano. Al salir de la especie de purgatorio, encontraron el infierno directamente en la muerte de su padre.
El resentimiento proliferó en las insanas manifestaciones del odio del príncipe Vlad, que, cuando fue coronado rey, se encargó de llevar a cabo las ejecuciones más inauditas en contra de sus adversarios. Es bien sabido que el conde Vlad tenía la particularidad de empalar a sus adversarios a modo de trofeo: la garganta astillada y el recto descompuesto.
Finalmente, tras acumular tantos trofeos de este estilo, el mismo Vlad terminó empalado por el sultán Mehmed II. Se sabe que Abraham “Bram” Stoker, recogió el relato epistolar gracias a la erudición del historiador húngaro Arminius Vámbéry.
Por su parte, más allá de la región báltica, en la Gran Bretaña, nació el más grande misterio que elucubra la leyenda del sanguinolento y frívolo mutilador londinense del siglo XX, Jack “El Destripador”. El poliforme espectro que envuelve al asesino más buscado de topos los tiempos, se regodea entre los charcos de sangre aún caliente… pues los más graves enigmas de la criminalística se vieron superados.
Gracias al estudio de aproximadamente 200 cartas supuestamente redactadas por el mismo Jack, es que se conocen los detalles precisos de sus aberraciones. Las confesiones se tornan cada vez más escabrosas con el correr de las letras y el nefando espíritu del incógnito asesino, implanta su fantasma en el rumor de la brutalidad.
Desde las primeras confesiones de “Dear Boss”, carta escrita para Scotland Yard, jefe de la Central News Agency de Londres: “… Odio a las putas y no dejaré de destriparlas hasta que me harte…”, hasta los explícitos reparos de “From Hell”: “Os envío la mitad del riñón que tomé de una mujer, la preservé para vosotros. La otra pieza la freí y la comí, fue muy agradable…”.
De innumerables, quizá centenares de cartas que la policía y la prensa recibieron durante ese tiempo algunas estaban firmadas con el pseudónimo con el que el asesino pasaría a la posteridad y con sangre: Jack, El Destripador
Aunque históricamente este no sería el primer caso de asesinatos seriales, no hay precedentes de una cobertura mediática hasta entonces como la que siguió a Jack el Destripador, pues coincidió con una época marcada por una distribución masiva de boletines de muy bajo precio, y de esta forma se convirtió en un tema popular ampliamente mediático el horror y el morbo que identificaría a este multihomicida al que la prensa también bautizaría como “Mandil de cuero’.
Espanto, aberración e incredulidad son adjetivos que se quedan muy cortos para tratar de describir la frivolidad que aqueja al sentimiento de vacío perpetuo. La intimidación que nos causa el gore es sinónimo del único lazo que nos une como especie: el humanismo. El morbo es un convoy que conduce lentamente hacia la muerte. La muerte regala a sus fieles la desdicha de la destrucción; no sin antes hacerlos presos de la eterna condena del odio.
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