LA LLORONA: UNA PROFECIA QUE SE CUMPLIO

LA LEYENDA MEXICA DE TERROR QUE NOS DA IDENTIDAD

En el salón del Icpalli del Palacio Real de Tenochtitlan, capital  del gran imperio mexica, Motecuhzoma II,  treceavo  gobernante azteca,  recibía en calidad de urgente a los emisarios de Tlacotenco y Xochimilco. 

El terrorífico rumor que surgió en aquellos lugares y los pueblos limítrofes de la cuenca del Anáhuac,  aquel día se confirmaba: “Por las noches una mujer lloraba desconsoladamente a las orillas del lago de Texcoco, aterrada por no poder esconder a sus hijos mientras gritaba: “¡Ay, hijitos míos, tenemos que irnos lejos! ¡Ay, hijitos míos, ¿adónde los llevaré?”.

La  horrible visión espectral tomó forma en la mente del gran Motecuhzoma II,  hijo de Axayácatl  y conquistador de 450 pueblos; y con ello la sexta de ocho ancestrales profecías se cumplía, marcando el fin del gran imperio que abarcaba de las playas de Chalchihuitlapazco (en la  actual costa de Veracruz), hasta  Yopitzinco (territorio bañado por las aguas del océano  Atlántico) y desde Tzintzunzan (Michoacán),  hasta más allá de Quauhtemallan (Guatemala). 

Con gran tristeza, Motecuhzoma II se dejó caer en el sagrado icpalli, y con un altivo pero brusco ademán, ordenó a los 200 consejeros presentes que salieran de su salón imperial. Las lágrimas cubrieron su rostro; un terror anunciado y confirmado ensombrecería su alma al recordar las palabras de otro rey, Nezahualcóyotl, arquitecto y  poeta, quien también presa de melancolía  expresaría: “Meditadlo, señores, águilas y tigres, aunque fuerais de jade, tendremos que desaparecer, nadie habrá de quedar”. 

A partir de entonces el wuey tlatoani  ofreció la vida de cientos de hombres, mujeres y niños al dios Huitzilopochtli, el padre de los mexicas y dios de la guerra,  implorando su ayuda; pero de nada valieron  los sacrificios humanos: unos cuantos meses después, el  día Ehécatl – el viento-  del  mes Toxcatl,  los  emisarios espías observaron,  atónitos,  que en las arenosas playas de Chalchihuecan, desembarcaron 11 grandes “casas flotantes” de madera transportando a 600 hombres y los más aterrador, “venían con ellos algunos seres deformes de dos cabezas,  gran altura  y cuatro patas…”

La octava profecía se estaba cumpliendo.  Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, el dios de los vientos,  aquel que  “barría los caminos de los dioses  para que lloviera”, regresaba de su exilio, y  tal como lo había prometido” vendría  desde el Oriente trayendo con él a sus hijos blancos y barbados  para que ellos dominaran como señores  haciendo pagar por sus males al orgulloso pueblo mexica que se quiso igualar a los dioses creadores de todo”.

Como sangre que brota de una llaga abierta, los acontecimientos se precipitaron; los invasores  españoles y sus aliados Cempoaltecas y  Tlaxcaltecas llegarían a la Gran Tenochtitlan, darían muerte a Motecuhzoma Xocoyotzin; y al paso de un año la otrora orgullosa capital  del más grande imperio prehispánico, sucumbía a sangre y fuego, conquistada por  el  capitán Hernán Cortés  y sus huestes aliadas.

De aquellos funestos días en la  célebre obra “La visión de los vencidos”, el   historiador y antropólogo Miguel León Portilla,  narraría que En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos, destechadas están las casas, enrojecidos los muros. Gusanos pulula por calles y plazas, y en las paredes están los sesos. Llorad amigos míos, tened entendido que con estos hechos hemos perdido a la nación mexicatl”.

Desde aquellos tiempos, y hasta el día de hoy nuestra sangre mexica llora la brutal  pérdida del imperio y la destrucción de la Gran Tenochtitlán. Se dice también, según la opinión de los historiadores, que el  mito de La Llorona ha permanecido presente en nuestra memoria colectiva como efecto de la gran desesperanza de un pueblo azteca que se vio traicionado por sus dioses, y que aun vivimos en esa orfandad, no obstante que la aparición de Tonatzin transformada en la Virgen de Guadalupe, ha logrado mitigar nuestra carencia materna.

Lo cierto es que el espectro descarnado de La Llorona nos da identidad, y nos recuerda lo frágil de nuestra existencia; este relato de terror ha sido replicado en versiones a través de innumerables leyendas que se siguen contando de padres a hijos  a la luz de la luna, erizándonos la piel  del tiempo. 

De lo que  no cabe la menor duda es que en el  imaginario colectivo de nuestra mexicanidad, en las chinampas de Xochimilco -cuando el  frio viento de la noche invade el lago- aún se escucha el  desgarrador lamento de aquella descarnada mujer que, profetizando la desgracia de nuestro  pueblo,  grita a todo pulmón, llenándonos de pavor:  “!Aaaay  mis  hijoooos!”

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