ECOS FUTBOLEROS… EL RITO NO ACABA

DEMOCRACIA CIRCULAR, LA MASA EN ANILLO

Por Jordi Arenas

En la galería de preguntas importantes que solemos hacernos inútilmente como “¿Quién soy yo?”, “¿Qué hay más allá de la muerte?” o “¿Por qué hay cosas y no más bien nada?”, un verdadero fanático del futbol debe incluir otra fundamental: ¿Por qué le voy al equipo que le voy? Y es que irle a un equipo es un viaje sin retorno, una travesía plagada de sinsabores y algunos placeres y en la que, a diferencia del matrimonio, no se puede cambiar de esposa.

   En pocas ocasiones es tan claro el lugar común de “Infancia es destino” como en el hecho de convertirse en hincha. Basta ver cerca de un estadio a una familia donde el padre lleva a su pequeño hijo enfundado en una camiseta del Cruz Azul, para saber de inmediato que a ese niño le esperan veinte años de frustraciones; pero si esa camiseta es de las chivas, notaremos que en el fondo de sus ojos ya se empieza a vislumbrar un resentimiento visceral contra el América. El verdadero aficionado acepta la fatalidad de sus colores, como Aquiles o Héctor aceptaron su destino.

   No es casualidad que en Italia a la fanaticada de un equipo de futbol se le llame los tifosi. Son “los contagiados”, aquellos que son poseídos por un extraño espíritu que los obliga a perderse en alaridos por su divisa. Sí, algo se emana desde la cancha que se pega y saca de sí a los individuos hasta convertirlos en una masa uniforme, en una “masa en anillo” diría Elias Canetti, que le da la espalda a la ciudad. En el estadio, cuando el árbitro da el silbatazo inicial, quedan atrás los usos y costumbres que la vida diaria comporta, y el tiempo cotidiano, ése que rige a la familia, las votaciones y la oficina, desaparece para dar origen a otro tiempo. Son noventa minutos de un tiempo total, absolutamente cerrado en sí mismo, donde sólo importa lo que sucede allá abajo, que no es otra cosa que la dulce promesa de la inmortalidad.

   Cuando Alejandro Magno murió, los generales de su ejército se despedazaron entre ellos con el fin de quedarse con alguna parte de sus conquistas, pero si algo tuvieron no fue la capacidad de gobernar sino el ingenio para intentar parecerse a él: ensayaban su forma de caminar, de hablar, de montar a caballo. Aseguran que Ptolomeo (el más conocido de ellos por adueñarse de Alejandría) obligó a su peluquero a rizarle el cabello porque quería que su greña flotara al viento como la de Alejandro, creía así participar en algo de la gloria eterna de su rey muerto.

   Hoy, el héroe está en la cancha, trae un número en la espalda (previsiblemente el 10, o quizás el 9), y el fanático lo acompaña tan “de cerca” que sus hazañas (trágicas o venturosas) son las de él. Ambos están inmersos en el mismo tiempo total, en el reino del todo o nada. La ruptura del ligamento cruzado anterior duele en las gradas, el quiebre de fantasía afirma la personalidad y un gol de bandera pulveriza al yo y lo transporta a través del grito a un instante de eternidad. Es el espacio del rito: todo les sucede a todos.

   No hay jugadas efímeras, dice Juan Villoro. Esto lo demostró durante años el comentarista Ángel Fernández, quien era capaz de darle carácter épico a un partido entre Unión de Curtidores y Necaxa. A su vez, una gran jugada puede pasar a la historia y convertirse en una leyenda mundial. Yo estuve en el Estadio Azteca aquel 22 de junio de 1986, justo la tarde en la “mano de dios” anotó un gol. Me encontraba más cerca de la portería contraria y por supuesto no me di cuenta de la falta. Pero cada vez que lo cuento (generalmente ante rostros incrédulos) hay algo en mí que siente la emoción de participar en algo excepcional. En la cancha, al héroe se le perdona todo, es capaz de volver legal lo ilegal, se juega bajo sus normas, impone su ley. Como los diamantes: una gran jugada es para siempre.

   Lejos de diluir la figura del héroe, los medios masivos, la tecnología y la mercadotecnia han extendido al infinito los límites del estadio. Ya no es necesario haber cabalgado junto a Alejandro el Grande para intentar parecerse a él, basta con comprarse una camiseta (original o “chocolata”, pero ambas hechas en China) con el número 10 de Messi para automáticamente participar de su embrujo; en las escuelas han surgido muchos más “zurdos a fuerzas” y en el llano no falta el gordito chelero que ejecuta un penalti a “lo Panenka”.

   Son muchos los penetrantes estudios que relacionan el futbol con el juego de pelota ritual de Mesoamérica. Cierto, la primera pelota “viva” se inventó en las selvas de Tabasco hace 3,700 años; pero hay un par de analogías que generalmente pasan desapercibidas. Los aztecas cobraban como tributo a sus vasallos un número tan elevado de pelotas al año (se habla de cerca de 50,000) que obliga a pensar que el Ulama era una práctica tan popular que se jugaban “cascaras” en las calles y plazas de la Gran Tenochtitlán, con la salvedad de que cada vez que la bola “se volaba”, había que ir por ella en trajinera. 

   Por otra parte, el juego de pelota tenía como fin el ordenamiento universal. A fuerza de ir golpeando con los codos o las caderas el balón, los habitantes de Mesoamérica incidían en el orden fundamental del cosmos y la vida cotidiana quedaba debidamente “hojalateada”. Pero si una desgracia sucedía en la cancha, si alguno de los integrantes cometía alguna imprecisión, eran de esperarse largas sequías, infertilidad y desgracias atroces en la guerra. Paralelamente, en la actualidad, hay países donde la derrota de su selección es capaz de sumir a todo un pueblo en la depresión profunda, o, para no ir más lejos, si el Barça cae ante el Real Madrid en el Camp Nou, el índice de divorcios por “incompatibilidad de caracteres” se incrementa alarmantemente en la Ciudad Condal.

   Quizás habría que estar de acuerdo con Levi-Strauss cuando afirma que la diferencia entre el juego y el rito depende exclusivamente del sacrificio; aunque hay ocasiones en las que si fallas un penalti en un Mundial, cuando regresas a tu tierra, puede costarte la vida.

Comparte